Holap, he aquí una historia de vida sobre el valor de una madre.
Caía la tarde, tranquila y calurosa, sobre Monte Grande. Todo era plácido, hasta que un grito sacudió el ambiente:
¡MAMAAAAAAAÁ!
Pasó un minuto, o quizás dos, cuando el grito resonó con más furia:
¡MAMAAAAAAAAAAAAAAAAAÁ!
Y Carmencita, sin darse por aludida, tal vez por su sordera de tapia, tal vez por esa picardía que le daban sus jóvenes ochentaipico, seguía subida a una silla vieja en el fondo de su patio haciendo algo que en principio no se llegaba a percibir.
¡MAMAAAAAÁ, DONDE ESTÁAS! ¡¿¡ESTÁS OTRA VEZ CON LA GOMERA!?!
Esta vez, el grito espantó dos pájaros que se posaban sobre un tejado de chapa. Y apareció en el fondo la Mary, la hija de Carmencita.
Aún sin verla, seguía buscándola. Pero claro, el árbol sobre el que apoyaba su brazo la intrépida geronte impedía todo contacto visual por parte de su hija.
¡MAMMÁAAAAA, SE PUEDE SABER DONDE MIERRRDA TE METISSSTES! (sí, con todas las eses).
¡Acá! se escuchó, y Carmencita trató de hacer un giro que habrá hecho mil veces cuando tenía una cadera jóven y sin artrosis ni artitis ni nada, y la silla vieja cedió.
Los silentes testigos pudieron a pocos metros ver una caída en cámara lenta, digna de los hermanos Guanchoski, o quizás de Leonardo Favio. La anciana aterrizó, afortunadamente, sobre una modesta pila de pasto recién cortado.
¡QUÉ PASA!- exclamó la vieja. Entonces se escuchó otra vez la voz de la Mary, con el mismo tono, como si fuera la continuación del grito primero:
¡MAMAAÁ! ¡TE VAS A CAER!
Y Carmencita, levantando sus casi noventa pirulos de humanidad, sin heridas visibles, la miró y (con esa sabiduría adquirida a través de largos años), le dijo:
Andate a la mierda, Mary. Andate a la Mierda.
Mientras se alejaba, se veía colgar del bolsillo de su pantalón el elástico de su gomera.
Una verdadera grossa la Carmencita. Dígale que cuando yo ande por Monte Grande vamos a jugar a la mancha y a las bolitas. Cosa que nunca pude hacer con mi madre. UAP compañero